miércoles, 29 de mayo de 2013

Cuando resulta imposible escapar del destino

“Mira si yo te querré” le susurra al oído Santiago San Román a Montserrat Cambra, sin saber que con el estribillo de aquella canción estaba sellando su futuro para siempre. “Mira si yo te querré” (Premio Alfaguara, 2007) es también el título de la novela de Luis Leante que relata la historia de amor entre dos adolescentes de diferentes clases sociales en la era de Francisco Franco y las consecuencias que ello les acarrea.

Y todo termina mal: un embarazo no deseado, una infidelidad no concebida como tal y un verano que llega a su fin, acaban con la ilusión de sus protagonistas.

Tras largos meses recluida lejos del hogar para esconder al hijo que espera y luego de perderlo en un aborto espontáneo, Montserrat continúa con su vida: se gradúa de médico, contrae matrimonio con un joven doctor y consolida su carrera profesional. Disfruta así de lo que –para muchos– siempre le correspondió, un exitoso porvenir. El paso del tiempo y la comodidad de su día a día la ayudan a olvidar su amor de juventud y suponer que quedó enterrado en el pasado, para siempre. Grave error. El tiempo ayuda, pero nunca se debe confiar del todo en él, porque cualquier arista del presente le servirá para recordarnos que estamos construidos de historias, puras y llanas historias.

Varios kilómetros al sur, Santiago no corre la misma suerte. Sin padre, con una madre al borde de la locura, sin un pasar económico que le asegure el futuro y ante la negativa de Montserrat de corresponder sus sentimientos, decide enrolarse y cumplir el servicio militar en el desierto del Sahara. Lejos, bien lejos de la niña que le come el coco y cerca, muy cerca de la aventura sin pauta ni guión.

Pasan los años y el azar irrumpe para remover aguas estancadas. Una fotografía que cae en manos de Montserrat gatilla su necesidad de encontrar al joven Santiago –al que creía muerto– y emprende un viaje a Marruecos. Con el árido, pero hermoso paisaje de la ex colonia española de esa región del África sahariana, caerá en cuenta de que la tragedia y la locura se unen para testificar –una vez más– que el horror de la guerra arrasa con lo que encuentra a su paso, sin consideración: en el campo de batalla todo lo que se mueve es el enemigo y al enemigo hay que eliminarlo, sin piedad.

En “Mira si yo te querré”, aunque sus protagonistas lo intentan alejándose de él con fuerza y por algún tiempo, ninguno de los dos logra escapar a su destino. Y esa es quizás la peor sentencia que se pueda recibir.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Esa que nos facilita la vida

CHILE BICICLETA (Editorial Aguilar) es más que un libro. Es el testimonio de todos los que creemos que las bicis son un factor de cambio para lograr un mundo mejor. Es ser testigo presencial del momento en que nació la idea y ver cómo su autor trabajó tenazmente durante meses hasta concretarla. Es ser más hábil que el automóvil con personalidad de Terminator que supone que él es el único dueño de la calle. Es adentrarse por caminos desconocidos creyéndose el Cristóbal Colón del nuevo siglo. Es tirarse cerro abajo, soltar manubrio y pedales y no entender cómo se llega a destino sin el menor rasguño. Es transpirar intentando subir una cuesta – más empinada de lo que aparenta – en tu bici sin cambios. Es recordar esas tardes de verano recorriendo las calles junto a tu hermana arriba de bicis idénticas. Es aceptar que el casco es fundamental a la hora de penetrar la fauna de buses, micros, autos y peatones. Es un pequeño homenaje a la primera cleta: esa extremadamente maniobrable mini de color azul eléctrico. Es sentir el viento rozando tu rostro y suponer que esa es una de las más cercanas sensaciones de libertad que se pueden experimentar. Es rendirle honores a ese artefacto lindo y práctico que nos facilita la vida. Es adelantar el taco de la tarde con los ojos brillantes sintiéndose una ganadora. Es recibir de regalo una hermosa bicicleta de paseo demasiado grande, incluso a medida que pasan los años. Es preocuparse de enchularla hasta que se parezca tanto a ti como para que nadie más la desee. Es organizar paseos bajo el lema “salimos juntos, llegamos juntos”. Es saber que cada bici es única. Es superar la meta anterior y sentirse orgullosa del posterior cosquilleo en las piernas. Es recordar a quien más te instó a que aprendieras y te acompañó en tus primeras salidas cuando el zigzag revelaba que eras una primeriza. Es un pequeño gesto a aquellos que perdieron la vida en manos de un conductor imprudente. Es eso y mucho más. Comprenderán ahora por qué me siento tan orgullosa de ser parte del libro CHILE BICICLETA, con mi crónica “Buenos Aires en bicicleta”. Imperdible.

lunes, 1 de abril de 2013

Sin terraza no hay paraíso


Era uno de mis sueños desde que me mudé al departamento que hoy ocupo y donde acabo de cumplir dos años. Una mesita en la terraza se perfilaba como el escenario ideal para capear las tardes de domingo. Con ubicación hacia el sur, mi hogar suele ser bastante helado durante el invierno, pero en el verano se agradece el aire fresco que permite disfrutar el atardecer que cae en el gran Santiago. 

Ese día, después de una extensa travesía por el Homecenter de Estación Central, donde debimos enfrentarnos en una cuasi batalla campal para conseguir el último producto en existencia, y de un regreso más largo aún, debido al taco de las siete de la tarde, logramos instalar la mesita junto a sus respectivas sillas y destapar unas cervezas por misión cumplida.

La foto me la tomaron cuando ya había desaparecido el atardecer y la noche caía sin discriminar, de ahí la mantita que me cubre y la cara de tuto por el sueño que se avecina.

domingo, 24 de febrero de 2013

Viejo lobo de mar

Prólogo del libro "El último manual de los bebedores de Tito Matamala", de Lolitas Editores, año 2012.

Tras años intentando sanar las penas en infinitos brebajes, Tito Matamala, penquista por adopción, contactó a un editor de Santiago mediante carta – aquel viejo sistema – para proponerle escribir un libro sobre copetes y cantinas. Era el verano de 1998. ­Al fin y al cabo, si algo había aprendido en las eternas noches de botellas era a distinguir los tipos de alcoholes y sus respectivos bebedores. Y, una vez más, el destino y el azar confabularon en su favor: después de cuatro meses de extravío, y con casi todas las esperanzas perdidas, la misiva llegó a puerto y el editor dio señales de vida. Quería ese libro: “Manual del buen bebedor”.

Así podría resumirse el comienzo de estas publicaciones bebestibles, de las que hoy celebramos su quinta versión. Sin embargo, la idea había nacido mucho antes. En la novela “Hoy recuerdo la tarde en que le vendí mi alma al diablo”, de 1995, Tito anuncia, por primera vez, sus intenciones de plasmar sus conocimientos como una guía para quienes recién se adentran en estas lides. Dice el narrador: “Fue en el Vittorio donde con Claudio Solo proyectamos escribir el Manual del Buen Bebedor, a fin de que la experiencia acumulada se conserve para futuras generaciones de borrachos”.

Ante le pregunta de cuál sería hoy su principal consejo, Tito no demora en responder enérgicamente que siempre se debe evitar caer en el romanticismo absurdo de consumir cualquier porquería, como el mezcal o el licor de ajenjo. Para el autor, beber tiene más relación con el acto de saber disfrutar de la vida: “los buenos bebedores son quienes no se cambian de caballo y son capaces de degustar de un buen vino reserva. Y nada más”.

Aunque no todos los libros lograron fortuna, hubo uno que permitió que, por única vez, el nombre de Matamala apareciera en los rankings de los más vendidos. Y si bien la presente edición pasa a incrementar el mito de viejo lobo de mar, Tito anuncia que éste será el último libro sobre copetes que escriba y publique. En sus palabras, “no quiero seguir sacándole más manteca al tema”. 

Hoy, Matamala reconoce que está retirado de las pistas, pero eso no evita que aún lo desafíen, cual pistolero del viejo oeste, para medir fuerzas frente a unos whiskys, los veteranos. Unas piscolas, los estudiantes. Y unos terremotos, los imberbes que no respetan sus hígados. Pero Tito es enfático, ya no cae en esas trampas: “maduré”, declara. Al menos podrá degustar el sabor de la victoria: jugó en las grandes ligas y supo retirarse a tiempo.

sábado, 14 de julio de 2012

¡Tuto quiere el pueblo!



Aunque me cueste reconocerlo, Morfeo es mi principal amigo-enemigo, una especie de “amigas y rivales” (amo y odio mi facilidad para dormir), mezclada con amigo imaginario (no he visto su cara, aunque tampoco lo he intentado) y unas gotitas de amiguita pastel (de esa que llama para contarte que la patearon por fresca justo cuando estás celebrando tu aumento de sueldo). 

En fin, la cosa es que todos los días –incluyendo sábados, domingos, feriados nacionales, año nuevo chino y natalicio del babyjisus– Morfeo ataca mi cama, apaga las cuatrocientas alarmas del celular y repite a mi oído “cinco minutitos más, cinco minutitos más e igual alcanzarás a llegar”. Definitivamente, los políticos deberían contratarlo como jefe de campaña: por primera vez en la historia convencerían a toda la población, incluyendo a los que aún no nacen, y ganarían por goleada. Aunque, pensándolo bien, mejor no.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, ya ha transcurrido una bendita hora –realmente bendita– y sólo tengo 30 minutos para ducharme, vestirme, maquillarme y tomar desayuno. Comprenderán que, en el preciso instante en que salto de la cama, comienza mi análisis para descartar lo menos importante, y siempre llego a la conclusión de que, salvo el desayuno, los otros son ineludibles.

Una vez que ya voy rauda por la calle, es clásico percatarme de que olvidé el celular en el campo de batalla –alias cama– y que apenas llegue al trabajo deberé enviar mails y señales de humo para que no cunda el pánico entre quienes me quieren. Si no, corro el riesgo de que llamen a las fuerzas especiales para que dirijan una operación de rastreo por todo Santiago, y eso sería bien triste, ya que los soldaditos de verde harto trabajo tienen dispersando a los amigos del cobre, del litio, de la Patagonia, de la educación, de la pesca artesanal, los anti metro, y, realmente increíble, los anti frío. O peor aún, que envíen a un agente de la CIA directo a tu departamento para comprobar que todavía sigues con vida. Créanme, ya me sucedió una vez, y los cachetitos rosados de Betty Boop no me los quita nadie.

A medida que me acerco al trabajo observo cómo todos corren mirando el reloj, con un café en la mano y una cara de angustia anteponiéndose al reto que les propinará el jefe –si es que éste alcanzó a llegar antes– puesto que, al parecer, el dios del sueño me engaña con varios. Por eso estoy pensando seriamente en reclutar a sus opositores para que organicemos la primera marcha anti despertador. “¡Tuto quiere el pueblo!” dirán los carteles. 

jueves, 12 de julio de 2012

Toda la culpa es de Dante


  Ni idea porqué fui yo – eso se le debe preguntar al destino que, en este caso, y en todos los casos, tiene mucho que aportar –, pero todo fue culpa de Dante Alighieri y su búsqueda inalcanzable por encontrar a esa mujer que le traería un poco de paz a cambio de un paseo eterno por el infierno.

  Me bautizaron como Beatriz gracias a la supuesta grandeza de la enamorada del autor de “La Divina Comedia” y con ello decidieron mi futuro antes de que me dignara a posar los pies en este mundo.

  Analizar la obra de Alighieri fue una de las tantas tareas universitarias que debió enfrentar mi mamá y, al encantarse con el personaje de la prometida, decidió honrar al italiano nombrando a su primera hija como tal. Debieron pasar varios años hasta que su primogénita naciera, pero el azar le exigió esperar un tiempo más – tiempo que sin duda podría haber sido infinito – antes de cumplir su objetivo. La tardanza terminó el 22 de junio de 1986, fecha en que llegué a revolucionar el pequeño mundo de mis padres y quizás, tal vez, algún otro. 

  Para una niña pequeña que recién comienza su camino, Beatriz es bastante duro, por lo que durante gran parte de mi niñez y adolescencia obedecí al cariñoso diminutivo de Beíta. Nada podía ser tan terrible cuando me llamaban así y escuchar a mi papá pronunciarlo era el mejor antídoto ante cualquier maña o pena infantil.

  Mi poco gusto por el colegio y las obvias razones que imposibilitaban a los profesores a nombrarme con mi entrañable diminutivo, acrecentó la muralla imaginaria que poco a poco fui construyendo y que dividía mi existencia en dos: Mientras Beatriz pasaba gran parte del día jugando el rol de alumna atenta y responsable; en la casa, Beíta recibía atención y cariño a mansalva, sin la más mínima dosificación.

  Con el paso de los años, el mapa del hogar cambió y ya no importó cómo me llamaran. Ahora debía enfrentarme a la realidad y ante ella me presentaba como Beatriz, a secas, porque realmente ningún otro nombre se antepone a mi apellido.

  Tiempo después, sin esperarlo, un nuevo apodo llegó a mi vida. Cual bailarina brasileña, Parcetiña irrumpió con todo el cariño que podía desear, y Parcetoña es uno de sus derivados que quedó plasmado para la posteridad (en un libro).

*Pintura de Henry Holiday titulada "Dante se encuentra con Beatriz en el Puente Santa Trinita".

domingo, 19 de febrero de 2012

Esos entrañables momentos del pasado


Quizás mi memoria me traicione, pero la primera vez que los vi fue en una exposición de juguetes antiguos que se realizó en La Moneda y, siendo sincera, me parecieron simples cartones con dibujos por lo que no les presté mayor atención. Al lado de coches antiguos, muñecas de principio de siglo y todo tipo de artefactos de madera, los Recortables Royal no lograban gran protagonismo.

Debieron contarme un par de historia para caer en cuenta que esos simples cartones –como me parecieron en un comienzo– eran los antecesores a aquellas cartulinas diseñadas que en más de una ocasión me facilitaron el trabajo en las clases de Técnico Manual, cuando aún cursaba la enseñanza media.

Con las lágrimas a punto de brotar, mi interlocutor comenzó a relatarme cómo, en su más tierna infancia, esos eran los tesoros más preciados que podían llegar a obtener, por los que eran capaces de privarse de golosinas y ahorrar durante semanas el vuelto del pan para adquirir uno y luego armar, con suma prolijidad, cada una de sus piezas.

Mientras escuchaba esas anécdotas, inundaron mi memoria las imágenes de niña, cuando junto a mi hermana, jugábamos tardes enteras a cambiar el orden de nuestra habitación para crear distintos refugios. Guardando las proporciones, supongo que debieron ser bastante similares las emociones de cortar y pegar para confeccionar esas viviendas con las de mover camas y cómodas para organizar un nuevo cuarto.

Varios meses después, los Recortables Royal volvieron a protagonizar una conversación. Con brillo en los ojos, una amiga nos narraba el descubrimiento de una librería que, detenida en el tiempo, aún los comercializaba. Sin pensarlo mucho y siguiendo todas sus instrucciones, me dirigí a la Avenida Matta para comprar de regalo un par de ejemplares.

Me costó dar con el local, sin ningún letrero publicitario pasaba completamente desapercibido entre el resto de los almacenes, pero apenas lo encontré y me enfrenté a sus vitrinas, entendí  que estaba ante un pequeño pedazo de nuestra historia. Tras tocar el timbre e ingresar, comprobé que cada uno de los objetos a la venta, incluso el papel para forrar cuadernos escolares, merecían un lugar destacado en las ferias de antigüedades. La librería era, definitivamente, el sitio ideal para los encargados de ambientar películas y series basadas en décadas pasadas.

Antes de marcharme, decidí  llevar dos recortables, un ejemplar para colorear y otro para aprender a leer.  Todo  sea por regresar al presente esos buenos momentos del  pasado.